Lu vuela. Se va. A comienzos de octubre, aún sin cumplir su mayoría de edad, emprenderá un nuevo proyecto. Estudios nuevos, otros amigos, una gran ciudad y una nueva normalidad que cambia día a día.

Llevo preparándome para esto desde que nació. Siempre he insistido en dejarla ser, en darle aire, en respetar todas sus decisiones y simplemente estar ahí, apoyándola sin condiciones. Pero ahora que llega el momento, que apenas me quedan unos días de tenerla revoloteando a mi alrededor, ahora, me siento morir. Me sorprendo repasando nuestra vida. Cuando nació, cuando la llevé a casa en brazos y le presenté su nuevo hogar, cuando comenzó a caminar o cuando me abrazaba en la playa, de bebé, al meternos al agua. Lo hacía con tal fuerza, aferrándose a mí como si fuera su más seguro y fuerte asidero, con tal confianza, que atesoro esos momentos como oro en paño, como algo único que jamás se volverá a repetir. Porque, para mí, que son tan importantes los abrazos, ¿quién me volverá a abrazar así? Aunque soy afortunada porque lo he tenido, lo he sentido y aún me conmueve su recuerdo.

Ahora se suelta. Buscará otros abrazos y otro asidero. Volará para encontrarse, para ser ella misma, para descubrir un montón de cosas y para enfrentar todo lo que se cruce en su camino, lo bueno y lo malo.

Síndrome del nido vacío, lo llaman. Las madres dejamos de sentirnos necesitadas y los hijos afrontan sus miedos. Lu está asustada. Como lo estaba yo hace 28 años, madre mía ¿28 ya?, cuando me fui a estudiar Periodismo a Bilbao. Esa ciudad grande, por entonces fría y gris, que me recibió un día oscuro y lluvioso. Allí me dejaron mis padres, en un colegio mayor como el que acogerá ahora a Lucía, sola. Pero el instinto de supervivencia tira de ti y sabes que todos los chavales que están en ese colegio están en tu misma situación. Y comienzas desde ya a trazar un nuevo camino. “Hola, ¿cómo te llamas? Yo soy…” Así de simple es iniciar una aventura.

Sin embargo, ¿Cómo se sentirían mis padres aquel día? Ahora lo sé. Creo. Quizás no sea lo mismo, papá y mamá tenían otros dos hijos en casa y estaban juntos, se tenían el uno al otro. Yo llevo viviendo sola con Lu, que es hija única, desde que su padre y yo nos divorciamos, cuando ella tenía 5 años. Este hecho, precisamente, hizo que yo prestara especial atención a evitar la dependencia emocional de mi pequeña. No quería cargarla con mi soledad, con mi pena o con mis miedos. Hice por tener una vida activa e independiente e inculcarle a ella los mismos valores. Pienso que lo logré. Positiva, alegre, inquieta, activa, responsable, independiente, madura, trabajadora, perseverante… Lu es un regalo. He sido tan feliz a su lado. Pero reconozco que a veces la miro y la veo tan mayor que me gustaría poder retroceder en el tiempo y cogerla en brazos por última vez. Mecerla y estrecharla contra mí. Ahora también lo hago pero me aparta y esgrime un “ay, mamá, déjame, que pesada eres” o me deja hacer pero poniendo cara de “vaya plan”.

Este verano he pasado muchas tardes peleándome con la documentación telemática necesaria para cumplimentar la solicitud de beca y de plazas en el colegio mayor y en la Universidad. Y lo he hecho desde la tienda, donde paso tantas horas. Entre el cabreo por todos los requisitos solicitados y la pena por la marcha de Lu, muchas veces he desahogado con vosotras. Y casi siempre me encontré con experiencias parecidas. “Uff, aún recuerdo cuando se fue Patri. No paré de llorar en una semana. Luego te acostumbras pero se les echa tanto de menos”. La misma pena, la misma angustia, la misma sensación de que la vida no corre sino vuela y que la infancia y la adolescencia de tu hija se te ha ido así, en un tris. Y me sorprendo diciendo esa frase tan de madres cuando alguna chica joven entra en la tienda con su bebé: “Disfrútalo que cuando te des cuenta tiene 18 años”. Ja, ja, ja. Qué dramáticas somos las mujeres. Tengo un buen amigo que, ante mi angustia, me soltó: “¿Pero por qué estás triste? Que tu hija se vaya es una buena noticia. Hará su vida, que es lo que tiene que hacer. Eso siempre es bueno”. ¡Casi lo mato!, incluso le respondí airada: “¡Vaya sensibilidad! Si lo sé no te lo cuento”. Pero lo que más me fastidia es que tiene razón.

Cuando yo estaba en la Universidad, una compañera de cuarto, Menchu, que era gallega y sólo estuvo en Bilbao el primer año, me regaló un ejemplar de La ofrenda lírica, de Rabindranath Tagore. En uno de sus pasajes, el poeta indio decía:

“…Tratan de protegerme por todos los medios quienes me aman en este mundo. Pero no ocurre eso con tu amor que es mayor que el suyo, y por eso me dejas libre. Por miedo a que de ellos me olvide, nunca se atreven a dejarme solo. Pero pasan los días, y tú no te muestras a mí…”

Recuerdo que copié ese pasaje y se lo envié desde el colegio mayor (por aquella nos carteábamos un montón) en el reverso de una fotografía mía a mis padres. Con ello, les quería decir que entendía todo lo que me querían, precisamente por darme esa libertad y dejarme seguir mi camino, y que se lo agradecía de corazón.

Ahora yo me encuentro en la misma tesitura y me viene muchísimas veces a la cabeza el texto de Tagore.

También he vuelto a ver con Lu una peli preciosa, que os recomiendo encarecidamente, titulada La familia Bélier. Es francesa y narra la historia de una familia en la que todos son sordomudos menos la hija mayor. Ésta decide dejar la granja familiar, donde está muy implicada echando una mano a sus padres, para irse a París a estudiar canto. Esta decisión, la fuerza que debe tener para el desapego y la transformación de la actitud de los padres, primero de negación (y chantaje emocional) y luego de aceptación y apoyo, centra la trama con toques geniales de humor y una banda sonora espectacular. El tema que cierra la cinta, y que interpreta la protagonista, Louane, “Je vole” (yo vuelo), eriza la piel. Yo, que soy sensible y de lágrima fácil, lloro emocionada. “¡Ay, mamá! Que es una peli”, me riñe Lu. Ahora me siento exactamente igual que los padres de la peli.

Hace un mes, Lu regresó de pasar diez días en un pueblo de Portugal con su mejor amiga y sus padres. Por el camino, me envió un whatsapp:

-“¿Hago yo la cena? ¿Qué prefieres?”-

Y me envió tres o cuatro sugerencias a elegir. Opte por una ensalada agridulce de mango. Ese día no había parado en la tienda y, como Vane y mamá estaban de vacaciones, me sentía realmente cansada. Cuando llegué a casa, me envió al salón a descansar y ella se ocupó de todo.

La ensalada estaba de muerte. “Vine durante todo el camino mirando recetas en Instagram. Es lo que más voy a echar de menos cuando esté en el colegio mayor, mamá: cocinar”, confesó. Y cogió su cuaderno de recetas (que le regalé después del confinamiento) y añadió la nueva ensalada para incorporarla a nuestros menús cotidianos. Siempre hacemos lo mismo cuando elaboramos un plato nuevo. Lo hacemos, probamos y, si nos gusta, lo pasamos al cuaderno.

¿Cómo no voy a echar de menos estos momentos? Cocinar juntas, charlar, ver a medias una serie, salir a correr (bueno, salimos de casa juntas pero ella me saca más de 100 metros de ventaja), saltar a su cama para despertarla los fines de semana, limpiar la casa a pachas, ir de compras, compartir días de playa con ella y sus mejores amigas (sus conversaciones no tienen desperdicio), bailar por casa (yo también lo hago fuera, pero ella se avergüenza de mi)… Sí, parece que nuestra convivencia es una luna de miel, pero es así. Tras unos años difíciles por una adolescencia precoz, ahora nos entendemos muy bien, respetamos nuestros espacios y convivimos en armonía.

Cuando la deje en Madrid, a la puerta de su colegio mayor, se me quebrará el alma. Por culpa del covid-19, no podré cruzar el umbral con ella, no podré ver su habitación ni conoceré el lugar donde vivirá durante este curso. No podré ayudarla con las maletas ni presentarme al director del centro. Será todo frío, aséptico, distante. La veré alejarse por la puerta y ¡Dios!, solo de pensarlo me saltan la lágrimas. Tendré que llevar dos kilos de pañuelos de papel. ¿Cómo se adaptará a la nueva situación? ¿A esta vida universitaria que la pandemia ha despojado de todo romanticismo? Y más en Madrid, epicentro del bicho. Solo podrá reunirse con seis amigos, las clases serán telemáticas y tendrá que comer sola en una mesa del comedor del colegio aislada por mamparas de plástico. No tendrá compañera de habitación ni baile, con lo que a ella le gusta bailar. Está asustada y desencantada. «Vaya puto año, mamá», me dice. Y perdón por la expresión pero es así, de feo, de rotundo. Aún así, estoy segura que será feliz, que disfrutará cada momento, que se adaptará a la situación porque si en algo es experta Lu es en adaptarse a todo y salir airosa. Y comenzará esa nueva vida que la hará aún mejor de lo que ya es. Yo volveré a mi tienda de la esquina de la calle Magdalena y los primeros días lloraré con vosotras, como siempre hago. Vendrá Ana, que acaba de despedir a su hija Bea, que se ha ido a Barcelona a trabajar y a vivir con su novio, y nos consolaremos mutuamente. Para entonces, ella ya tendrá callo. Aunque le dije que iba a escribir sobre esto y me soltó:

-“Pues no esperes que te lea, puñetera, que seguro que me haces llorar ”

¡Ay! Así es la vida. Con idas, con venidas, con despedidas, con encuentros y con muchas concesiones por puro amor. ¡Vuela Lu! Te deseo lo mejor y ya sabes, lo saben todos los hijos y las hijas que se van, siempre estaremos aquí.