¿Cómo empezar? ¿Por dónde? Hoy trataré de escribir de lo que nunca me hubiera gustado escribir, o al menos no tan pronto. Serán mis palabras más difíciles. Hoy, mamá, permíteme la licencia, esta sección, en este muro que es nuestro escaparate al mundo, no será tuya sino de papá. Será su jueves. Se ha ido. Nos ha dejado tras varios años conviviendo con una enfermedad que lo fue mermando de a poquito. Estos últimos meses, este puñetero 2020 que no está siendo bueno para nadie pero que para nuestra familia se ha tornado auténtica pesadilla, ya estaba muy malín. Sus piernas, esas que batían el agua del mar Cantábrico como nadie en sus travesías a nado hasta la isla del Carmen, en Luanco; que arrancaban como un rayo desde el fondo de la pista a la red cuando un compañero traicionero le hacía una dejada en sus maratonianos partidos de tenis en El Cristo; que bailaban las cumbias o los boleros como nadie, sin pisar y conduciendo a su pareja con maestría; esas piernas (bonitas, estilizadas, fibrosas, siempre morenas) le dejaron de sostener. Luisina, nuestra queridísima vecina de la farmacia de enfrente, un ángel, nos dejó la silla de ruedas que había sido de su madre. Y nosotras, sus chicas, nos volcamos en conducirlo donde él quisiera. En La Consejaría y en La Botica Indiana, las cafeterías que hay debajo de su casa y donde a él le encantaba tomarse un vino, un gin-tonic o el vermú, pusieron rampas de acceso y, aunque fue una deferencia hacia todos sus clientes, papá la hizo suya y presumía orgulloso: “¡Mira! Han puesto una rampa para mí”. Allí se sentía rey y señor. Entre sus vecinos, los de toda la vida, y con ese equipo que atendía la barra, la sala o la terraza que convirtió casi en familia, de lo que se querían. Con nosotras, en casa y con la silla, no era tan benevolente. Difícil conducir por un pasillo largo y estrecho lleno de taquillones.
-¡Coña! Vas a dejar los muebles… ¡Qué mal conduces!, espetaba.
Conversador, alegre, bailón y dicharachero. Así era papá. Con ese porte. Alto, moreno, como un pincel. Coqueto y galante con todas las mujeres pero orgulloso como nadie de sus chicas, nosotras, su clan. Rizosas y morenas las cuatro, como él. No podíamos negar nuestros genes. Mamá era su musa. “Qué guapa estás, chata”, le decía tantas veces mientras le palmeaba el trasero. Yo, su reina, la mayor, la que nadaba con él, su pareja de baile. Vane, la princesa, a la que llamaba de inmediato cuando le fallaba el móvil o no entendía los mandos de la tele, la que le resolvía todo. Y Lu, su nieta, su pequeñina, la que nos destronó, la niña de sus ojos. A la única que paseó, dio el biberón, cambió pañales y por la que hizo la concesión más increíble de su vida: pisar la arena de una playa. Maniático donde los hubiera, amaba el mar pero odiaba la arena. Siempre, siempre, accedía al agua desde una roca o desde la bocana de un puerto. Le gustaba sentarse durante horas y horas al sol, mirando al océano perdido en sus pensamientos, generalmente sentado en algún peñasco al que accediera nadando alejado de la gente, a solas, para “rumiar” mejor y tranquilo.
Papá era un hombre de costumbres fijas. Encontraba en la rutina una seguridad que lo reconfortaba. Mismo restaurante, misma mesa, mismo menú, misma compañía. Nosotras le tomábamos el pelo. Su vida transcurrió entre las Instalaciones deportivas de El Cristo, su segunda casa; La Cala de Finestrat, en Alicante, donde pasó los últimos 27 veranos; La Vecilla, en León, donde las vacaciones eran bicicleta, partidos contra los pueblos vecinos, baños en el río Curueño y partidas de brisca en el bar El Cruce, y su amado Luanco, donde descansará, porque allí descansa mi hermano y Alfredo “El mudo”, al que quiso como a otro hijo, y donde nadó cada verano lloviera o hiciera sol, con su cuadrilla, desde el Gallo hasta la Isla del Carmen. Yo los acompañé en un par de ocasiones y me sentí como una sirena custodiada por leones marinos. Conocían el mar como la palma de su mano. Las corrientes, las mareas, las rocas, los accesos. Distinguiría la brazada de mi padre entre miles de nadadores. Qué orgullosa me siento de que me transmitiera su amor por el deporte, por el mar, por surcar el agua. De pequeña me agarraba a su cintura y él daba los brazos, siempre a crol, y yo batía las piernas. Ya mayor, en La Cala, me invitaba. “Voy hasta las rocas, ¿vienes?”. Y nadábamos juntos, a la par, el cuidando de que yo no diera de bruces contra alguna medusa, muy propio de mí. Qué segura me sentía con mi padre en el mar. Qué tontería, menudo es el mar. Pero yo me sentía así. Papá era mi héroe, lo consideraba invencible. Papi también era baile. De niña, me enseñó los pasos de la cumbia en las fiestas de La Vecilla. Yo me subía a sus pies y él me llevaba. Con los años, nos convertimos en la pareja de baile más exitosa en las bodas familiares. A pocos hombres les gusta bailar y menos aún saben conducir a una mujer. Sin pisotones, sin movimientos bruscos, con cadencia, con delicadeza, sin perder el compás. Y él era uno de ellos. ¡Ay, papá!
Escribo y me cuesta seguir sin emocionarme, son tantos recuerdos, lo voy a echar tanto de menos… Pero quiero continuar. Quiero recordarlo así. Con su vitalidad, su amor por la vida, su sonrisa, su brazada, su compás, su amor incondicional, su entereza. Quiero dedicarle estas palabras que sé que a él le encantarían. Porque era coqueto y le gustaba que hablaran de él, que lo piropearan. Porque también había mucho de eso. Era un galán y un señorito. En la tienda, nuestro querido Antiguo Iriarte, era el jefe pero jamás cogió una escoba. Nosotras hacíamos y deshacíamos y él venía de visita. Se sentaba en las sillas de mi abuela y charlaba con las clientas, les echaba flores o las aconsejaba. Cuando llegaban las nuevas colecciones de ropa, yo le hacía un pase de modelos. “Papi, mañana por la tarde voy a probarme la ropa nueva. ¿Bajas?”. Y él venía y yo me probaba y me iba diciendo. “Ese vestido es muy guapo, ese hace un pliegue ahí, en la espalda, que no sé, ese te queda divino, ese no me gusta, ese me encanta, pero con esas botas…”. Con los bolsos era un visionario, los vendió toda su vida como representante. Vane lo temía, como dijera que un modelo en la tienda “no iba a pitar”, lo clavaba. No he contado de su afición por el fútbol, por el Sporting de Gijón, equipo del que mamá y él fueron socios hasta la semana pasada, que los di de baja. Quizás porque es un deporte que a mi no me gusta y que no compartí con él. Pero que conste en acta. Prefiero hablar de su pasión, y ésta sí la compartíamos, por el tenis. Me llamaba a casa. “Sandra, está jugando Nadal en Teledeporte”. “Gracias, papi”. Y él desde su casa y yo desde la mía, veíamos el partido y luego, por teléfono, comentábamos las mejores jugadas. Emocionados, rindiendonos ante la maestría y la fuerza del mallorquín. No fuimos, sin embargo, buenos compañeros en la cancha. Él, que era mejor que yo con creces, me aleccionaba en demasía y yo perdía la paciencia y las ganas. Pero pasé, como él, muchas horas en El Cristo jugando y viéndolo jugar.
En fin. Voy a ir poniendo fin a este jueves porque me está costando horrores. Creo que me quedo corta, que no le hago justicia, que no soy capaz de transmitir todo lo que sentía por él, lo que ha significado para mi y lo que me costará su ausencia. Sólo quería daros las gracias a todos los que nos habéis enviado mensajes y nos habéis llamado, que sois muchísimos. No os podéis ni imaginar la fuerza, el ánimo y el cariño que nos habéis trasladado. Gracias de corazón. Lo imaginábamos pero no éramos conscientes de la cantidad de gente que quería a papá. Habéis estado aquí, de alguna manera, con nosotras. Y, hoy por hoy, en esta situación tan surrealista, significa tanto… Despedir a las personas que quieres en estas circunstancias, con este dichoso coronavirus que nos ha quebrado la vida, es durísimo. Ayer, en el tanatorio, en una ceremonia horrible, en una sala horrible y en un momento horrible, mi hermana, mi hija y yo le dimos el último adiós. Mamá no quiso asistir e hizo muy bien. No hubo abrazos, no hubo besos, no hubo velatorio, no hubo flores (miento, mis amigos de la bici lograron colar un centro precioso no me digas cómo), no hubo amigos, no hubo familiares. Sus chicas y él. Qué distinto de hace 26 años cuando despedimos a mi hermano, con 28 años, entre una multitud de gente. Por entonces, papá se negó en redondo a abandonar el tanatorio por la noche y se quedó allí, solo, frente al féretro de Juancho, de pie, sin llorar, firme. “Vamos, papá, vamos a casa, tenemos que descansar. Mañana vuelves”, le dije. “No, yo me quedo aquí. Quiero echarle la última bronca a tu hermano”. Y allí se quedó y a mí se me quebró el corazón y el temple.
Se me volvió a quebrar ayer al abrazar y consolar a mi hija, su “nieta preferida”, como él bromeaba y ella le solía seguir, “¡Anda, Lilo!, si soy tu única nieta”. No lo veía desde el 13 de marzo, para protegerlo de este dichoso virus. “No le di un último abrazo, mamá. No le dije lo suficiente todo lo que le quería”, lloraba Lu desconsolada. No hacía falta, no había más que verlos. Sentían verdadera pasión el uno por el otro.
Y Vane, su hija pequeña, la que lo cuidó estos días hasta la extenuación. Desde enero, que abandonó su casa para instalarse en la de los papis. Cuánto amor, cuánta paciencia, que de inventos diseñó para hacerles la vida más fácil, la de veces que tuvo que resintonizar la tele porque papá, que juraba y perjuraba que no había sido él, tocaba algún botón inconveniente. Ay, mi sister. Cuánto te quiero. ¡Menos mal que te tengo!
Y mami. Que lleva un año llorando cada día, luchando contra el tiempo y tratando de aceptar a duras penas que el hombre de su vida se le escurría ante sus narices. Y, pese a todo, haciendo de tripas corazón y luciendo su mejor sonrisa para estos jueves con mamá que últimamente se le hacían tan cuesta arriba.
-No pensarás que este jueves voy a salir en la foto, ¿no? -No, mamá. Este jueves va a ser de papá.
Mamá. Qué diferente a papá y cuánto se han amado. Desde los 14 años juntos, que ahí es nada. Te cuidaremos, mami. Estaremos siempre ahí. Es lo que habéis formado, una familia unida, muy pasional, todo el día arrimados los unos a los otros.
Juancho y papá estarán por fin juntos y nosotras aquí nos quedamos, muy piña, intentando ser fuertes para superar este mazazo y para luchar por esa tienda de barrio que fundó mi abuela y que mi padre nos ha dejado como legado. Papá, el hombre al que más hemos querido. Qué duro va a ser. Te querremos siempre y vivirás en nosotras.
c/ Magdalena, 24
Oviedo (Asturias)
33009
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