Qué importante considero agasajar a las personas que quiero, darles caprichos, hacerles regalos, escucharlos y compartir experiencias. Eso es lo que decidí el mes pasado regalarle a mi hija por su cumpleaños, una bonita experiencia, algo que recordara con cariño, que fuera inolvidable y que la hiciera sentirse especial y querida.
Un día, enredando por Instagram, encontré el regalo perfecto: un desayuno con flores. Nada de diamantes, como sueña Audry Hepburn frente a la joyería Tiffany & Co en la famosa película, sino algo más natural, más sencillo e igualmente hermoso. Una noche y un despertar en una casa de ensueño, la que regenta Federica Barbaranelli en Novales, un pueblo de Cantabria situado cerca de la costa, entre Comillas y Santillana del Mar.
Decidí darle una sorpresa. Le pedí que me concediera una tarde, la de la víspera de su cumple, una noche y una mañana y que firmara un pacto, nada de móvil a no ser para hacer fotos. Aceptó.
-¿Y qué es, mamá?
-¡Ah! ¡Sorpresa! No pienso soltar ni prenda.
Llegó el día no sin sortear alguna dificultad. Lu tuvo que cambiar un examen que le habían puesto justo en la fecha señalada, que era un día de entre semana. “Pero no hay problema, mami. El profe es muy enrollado”. De hecho, hizo el control unos días antes y ya viajó con la prueba superada con nota.
La fui a buscar a la salida del instituto feliz. De hecho, la obsequiada me sentía yo, que mi hija adolescente me dedicara 24 horas suponía todo un regalazo. Comimos de camino en una sidrería que a las dos nos gusta mucho. Lu estaba dicharachera, charlatana y muerta de hambre. Nos dimos un buen homenaje.
Tras un final de verano y un principio de otoño, seco y caluroso, llevaba dos días lloviendo a mares. Durante el viaje, el cielo hizo un inciso y nos regaló una de esas tardes del norte donde un gris azulado contrasta con el verde intenso de prados y valles. El mar, que veíamos junto a la carretera, pasado Llanes y antes de abordar la comunidad vecina, se agitaba bravo. “Qué bonito es todo”, constatamos ambas. Lu, como siempre que vamos en el coche juntas, ponía la música. Esa tarde, canciones de los ochenta, supongo que en deferencia a mí, aunque ella se las sabe todas. Cantamos a voz en grito, las dos igual de mal.
Sobre las cinco y media de la tarde, llegamos a nuestro destino: Federica&Co. Una preciosa casa de indianos de principios del siglo XX donde Federica ha montado su proyecto de vida, la casa es hotel y es tienda de decoración (casi todo lo que hay en ella se vende) y es una cocina acogedora y muy especial donde la propietaria imparte talleres culinarios. Desde cocina de otoño hasta cursos temáticos sobre preparar, poner la mesa y decorar en Navidad, por ejemplo. Qué decir que las plazas son limitadas y que tiene tanta demanda que cuesta hacerse con un hueco.
Lu estaba alucinada. Creo que acerté con el regalo. Fue la propia Federica quien nos recibió. Andaba por la casa recogiendo cosas y preparando las entradas y las fotos de su Instagram, donde cuenta con miles de seguidores a los que escribe con dedicación. Les cuenta sus sentimientos, lo que está haciendo, la música que escucha, lo que se cuece en sus fogones, recuerdos de su infancia, a lo que se dedican sus perros o Darwin, un burro que le come el jardín a su antojo y al que no pudimos conocer porque estaba ese día en otra finca o lo que ha recolectado en su huerto esa mañana. La anfitriona, que había trabajado en Oviedo hacía poco realizando para la Fundación Princesa de Asturias varias reproducciones de naturalezas muertas del Museo del Prado en la Fábrica de Armas, nos enseñó la casa, nos abrió la tienda que tiene en un cobertizo del jardín y nos dio instrucciones para esa noche. Ella estaría un par de horas más por allí pero luego se marcharía y quedaríamos solas en la casa hasta que al día siguiente, entre las 9 y las 10:30, un chico llamado Alfonso nos serviría el desayuno con productos del campo y las granjas cercanas.
-¿Qué desayunamos en la cocina?-, pregunté.
-¿Qué dices?-, respondió sorprendida,-¡Qué va! ¿Para que me iba a servir a mi sino mi ajuar de boda?
Ahí lo dejó. Lu y yo nos miramos. Ya lo descubriríamos al día siguiente.
Ya solas, nos instalamos. Teníamos tres habitaciones a nuestra disposición y podíamos escoger la que quisiéramos. Optamos por Towanda, una maravillosa alcoba situada en la esquina este de la casa, con balcones a este y sur, papel pintado de flores “Peony”, de Laura Ashley Madrid, y una gran cama con dosel que nos enamoró. El rojo y el rosa predominaban en la estancia. Las otras habitaciones, hermosas también, tenían dos camas y una estaba decorada en tonos azules, llamada Merlín, en honor al mago; y la otra en amarillos, llamada Blixen, en honor a la autora de Memorias de África, continente donde parece ser que vivió Federica.
El resto de la primera planta, todita para nosotras, lo conformaban un pequeño saloncito y un baño encantador. Nos hizo gracia que de lámparas, jarrones, cojines o armarios colgaran etiquetas con sus precios. Podíamos comprar cualquier objeto que se nos antojara. Y nos encantaron las flores. Había flores por todas partes. En jarrones, frescas o secas, en cestos, en el papel de las paredes, en el baño, a través de las ventanas…
Dejamos las maletas, nos hicimos unas cuantas fotos y nos fuimos al cobertizo a conocer la tienda. A Lucía se le apetecía todo. A mí, también, para que os voy a engañar, pero mi tarjeta de crédito no estaba muy voluntariosa. Paños de cocina, fuentes, tazas, jarras, vajillas, ensaladeras, cristalerías, manteles de lino… ¡Una pena no tener tres cocinas y las cuentas del banco más holgadas! Todo lo que allí había tenía un gusto exquisito.
Cenamos en Cabezón de la Sal, en un coqueto restaurante que nos recomendó Federica llamado La abacería de la Sal. Un lugar pequeño y encantador donde charlamos muy a gusto y nos reímos un buen rato a costa de la conversación de la comensal de otra mesa, a todas luces muy indiscreta. También hablamos de nosotras, de nuestra familia, de los amigos, de nuestros planes. Complicidad, sin más. Así de simple y maravilloso.
Regresamos a la casa de Federica, ya solas. Nos pusimos el pijama y volvimos a deambular por todas las estancias a nuestras anchas. Mirando cada detalle, disfrutando de toda la belleza que nos rodeaba. Nos acostamos agotadas y en seguida quedamos dormidas, con las contraventanas abiertas, para disfrutar de Towanda con todos los matices de luz. De hecho, recuerdo haber abierto los ojos, contemplar una noche estrellada, con luna, y disfrutar de unos segundos de esa luz hasta volver a cerrar los ojos y quedar dormida. Algo más tarde, los primeros rayos de sol nos despertaron a ambas. Quedamos allí tendidas, juntas y sonrientes, disfrutando del momento. ¡Qué lugar más mágico! No hay nada como despertar en el campo.
Al poco escuchamos ruido y vimos, en el jardín, a un chico cogiendo naranjas de un árbol. “Será Alfonso”, dijo Lucía.
Poco después, el olor a café subió desde la cocina. Saltamos de la cama y bajamos a desayunar tal cual, en pijama. Antes, obsequié a mi hija con un bonito libro ilustrado que me había enamorado hacía tiempo en una librería y había guardado para este momento. ¡»Felicidades, Lu!»
Alfonso se presentó y nos condujo hacia el salón donde una mesa con manjares exquisitos y flores frescas nos esperaba. Café, frutos rojos, zumo de naranja recién exprimido (con las naranjas de la finca), mantequilla, yogurt, leche y queso fresco de productores locales, fruta, bizcocho casero, cruasanes, cereales… A Lu, que como casi todos los adolescentes suele tener un apetito voraz, le hacían los ojos chiribitas.
-¿Mamá? ¿Puedo desayunar dos veces?-
-¡Y tres, cariño! Es tu regalo, un desayuno con flores-, reí.
Alfonso, un chico realmente encantador que nos hizo sentirnos como en casa, felicitó a Lu y se ofreció para hacernos una foto e inmortalizar el momento. Es la que abre este post.
Hacía sol, la luz se colaba por los ventanales y daba a la estancia reflejos mágicos. Lu iba por su tercera tostada y me preguntaba si podía coger un segundo trozo de bizcocho. Yo no podía estar más contenta. Mi hija cumplía 17 años y ahí estábamos, juntas, cómplices, disfrutonas y en un lugar de ensueño.
Al terminar, subimos de nuevo a la primera planta. Nos hicimos muchas más fotos apoyando el móvil en algún objeto y con el disparador automático programado. “Un, dos, tres, cuatro… ¡corre!”. Risas, payasadas, bailes (de nuevo Lu de pinchadiscos). Se acercaba la hora de dejar Federica & Co. Nos duchamos en el maravilloso baño por el que la luz natural se colaba a través de dos ventanales y nos arreglamos dispuestas a partir.
Charlamos un buen rato con Alfonso, que nos contó que había estudiado Minas en Oviedo, antes de coger el coche y dejar atrás la preciosa casa de indianos. Fueron 24 horas estupendas. Un regalo para las dos, una experiencia, que al fin y al cabo es algo que no se olvida y que resulta muy enriquecedor porque con lo que obsequias es con tu tiempo y tu dedicación y un broche de oro, un desayuno con flores.
Feliz cumpleaños, Lu. Tú sí que eres un regalo.
He querido compartir esta experiencia con vosotros porque me encantó cómo Federica ha aunado su pasión por recibir (que le viene de su familia italiana), por la decoración, por la cocina, por la escritura, por el campo y por los animales en un proyecto único y muy especial. Si queréis saber más sobre ella, asomaros a https://www.federicaando.com o a su instagram @federicaandco. Pero, sobre todo, quería animaros a regalar experiencias, tiempo y dedicación a las personas que queréis. La vida va muy rápido y a veces no nos paramos a escuchar y a disfrutar de las personas que amamos.
c/ Magdalena, 24
Oviedo (Asturias)
33009
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