Y un día me puse flamenca

Necesitaba descansar del tango. Es una danza increíble a la que siempre volveré y que he bailado durante años, pero sus códigos son machistas. Es el hombre el que te saca a bailar (y si no, no hay manera) y es él quien que te conduce por la pista. Y qué queréis que os diga, las dependencias las llevo mal. Y un día, harta ya, me puse flamenca.

A comienzos del curso pasado decidí huir de la dependencia y de los egos masculinos y probar con alguna disciplina individual y más movida. Pensé en el funky. Aérobico, divertido y más libre. Pero no encontré ninguna academia cercana que impartiera clases de iniciación a mujeres de cincuenta, o mejor dicho, no encontré ningún grupo de mujeres de cincuenta que quisiera embarcarse en la aventura del baile moderno. ¡Mi gozo en un pozo!

En una escuela, ante la oportunidad de captar a una nueva alumna, me ofrecieron probar con el flamenco.

-Ven a una clase y luego tomas una decisión-, me sugirió la encargada por teléfono.

“¿Por qué no?” Era una baile apasionado, como el tango; muy de tierra, como yo, y no necesitaba a un compañero. Y así fue el inicio de una nueva relación que está resultando maravillosa. Durante todo el curso asistí a clases, primero durante una hora a la semana y más adelante durante dos. Una me sabía a poco. Formamos un grupo estupendo. Varias mujeres, que llegábamos azotadas al vestuario porque todas enlazábamos nuestro momento de baile con el fin de la jornada laboral. Forjamos una bonita amistad y, entre otras, conocí a María, disfrutona, ilusionante y alegre, con la que enseguida conecté. Mi compañera, además del baile, tenía otra gran pasión: los caballos. Tomé nota.

Me afané con mi nueva disciplina. Todos los días, el mismo calentamiento. Muñecas, brazos, pies. Punta, tacón, planta, punta, tacón, planta… Los martes y los jueves volvía feliz a casa. Por el camino, iba practicando en mi cabeza y en los semáforos, movía tímidamente los pies. “Pan; pico, pan; pico, pan; pan, pan”, me repetía mientras taconeaba. Y al llegar al portal, mientras esperaba el ascensor, ejecutaba los pasos mirándome al enorme espejo de pared.

En primavera, mi academia anunció en su sede de Gijón un taller intensivo de d

con una bailaora, “La Truco”. Era un sábado por la tarde y yo podía ir. ¡Bien! Llamé a la or

ganizadora del evento y me interesé por el nivel del taller, la edad de las participantes y el espacio de la sala. Todo bien. Me lo recomendó encarecidamente y en mi escuela, mi profe, lo corroboró. “Te va a encantar».

Llegó el sábado en cuestión y allá que me fui, con mi falda negra de ocho godes y mis viejos zapatos de tango tuneados (el zapatero me había puesto clavos en las puntas y los tacones para adaptarlos al flamenco). Pagué mi taller en recepción (50 euros) y me dirigí al vestuario. Al entrar, primera sorpresa. Todo niñas. Me miran todas como diciendo ¿qué hace aquí esta señora? y yo cierro la puerta y no entro, de puro pánico. Regreso a recepción y les informo.

-El vestuario está lleno de niñas. No me dijisteis que fuera un taller infantil.

-Sí, no te preocupes, hay varias mujeres apuntadas. No habrán llegado.

Volví sobre mis pasos y me cambié, con cierto pudor, todo hay que decirlo, entre las pequeñas bailarinas. Eran muchas. Ya vestida abandoné el asfixiante ambiente del cambiador y salí al pasillo. Allí, una niña menuda lloraba junto a su madre porque tenía miedo de entrar en clase. Tenía 8 años y era la más chiquitina de todas. Su mamá trataba de convencerla para superar sus miedos y disfrutar de la clase. Yo me sentía igual.

-No te preocupes. A mí me sucede lo mismo y ya ves, soy la mayor del grupo y no sé bailar. ¿Qué te parece si entramos juntas?- invité

La cogí de la mano y así lo hicimos. La sala era enorme y yo me sentía como un gigante en el país de los Pitufos. Hasta la bailaora era bajita. Mi pequeña amiga y yo nos colocamos en la última fila. Pero la profe reparó en su pequeña estatura y la emplazó a colocarse en primera línea “para que veas mejor, niña, que eres muy chiquitilla”. Yo me quedé desamparada. ¡Qué ganas de echar a correr! Miraba hacia la puerta por si llegaba alguna adulta pero nada.

El comienzo de la clase no fue mucho mejor. La Truco comenzó a ejecutar una coreografía que las niñas parecían saberse. Yo trataba de seguirlas pero… De pronto todas ibas hacia la derecha, y yo hacia la izquierda. Dábamos una palma y la mía sonaba descoordinada, movíamos los brazos y los míos iban hacia el lado contrario y de pronto, una vuelta. Yo no había dado una vuelta en mi vida. Bueno, una vuelta flamenca. Lo intenté. ¡Ni de coña! Veía mi reflejo en el espejo y la imagen que me devolvía era la de un montón de niñas pequeñas, más bien pálidas, con los cuerpos aún sin formar embutidas en sus faldas flamencas y bailando al compás y allá, al fondo, a una tía muy alta (en comparación), muy morena y con un cuerpo lleno de curvas, más bien contundente, moviéndose sin ningún tipo de estilo ni gracia y totalmente desacompasada. Parecía un elefante en una cacharrería.

Pero me dio por reír. La situación era tan ridícula que no cabía otra. “Tienes cincuenta años. Si quieres aprender a hacer algo desde cero con cincuenta años, no cuentes con que el resto de las alumnas vaya a tener tu edad. Siempre te encontrarás gente más joven. ¿Te va a parar eso?”, me pregunté. “Pues no”, respondí. “Pues ea, a disfrutar”. Seguí bailando el resto de la hora como mejor pude y absorbiendo, como una esponja, lo que la tarde me traía. Seguía sin ser consciente, pero con esa actitud también me estaba poniendo flamenca.

En la segunda hora de taller se unían a la clase las de nivel avanzado. Para mi sorpresa, ahí sí que eran todas adultas, jóvenes, pero, por lo menos, mayores de edad. La Truco anunció que sería su hijo Cristian el que impartiría la clase y bailaría por bulerías. Yo me mantuve atrás, para pasar desapercibida, y durante los quince primeros minutos lo intenté pero aquello sí que me superaba. ¡No había escuchado el compás por bulerías en mi vida y tiene nada más y nada menos que doce tiempos! Pasé de las niñas chicas a las chavalas que se preparaban para ser bailarinas profesionales. ¡Qué maestría! Imposible seguirlas. Me retiré entonces y me senté junto a la bailaora a disfrutar del taller como espectadora. Al término, salí escopetada hacia el vestuario para cambiarme, al menos, en soledad. Pero vino a buscarme una chiquilla. “Sandra, que te están llamando en clase para darte el diploma”, me dijo. ¡Madre mía! ¡Qué vergüenza!

Mi hermana y mi hija vinieron a buscarme a la salida porque nos íbamos juntas de fin de semana. Durante la cena, contándoles la experiencia y reviviéndola, me dio tal ataque de risa que terminamos las tres tiradas por los suelos. Lo cierto es que tenía cierto cabreo con la academia porque me sentí estafada, pero sólo con las risas que echamos esa noche y con lo que vi durante la clase de bulerías me reafirmé en que quería seguir bailando flamenco, costase lo que costase. Y que no tenía ninguna prisa. Es lo bueno de empezar con cincuenta, que no hay metas, sólo disfrute.

Seguí en mi academia hasta final de curso y me esforcé mucho para aprender y memorizar la coreografía de tango flamenco que nos enseñaba la maestra. Lo llevaba pensando desde principio de curso y ya lo había decidido, de alguna forma, quería vincular el flamenco con la tienda. Crear una campaña publicitaria que lo incluyera. Pero aún no lograba establecer un nexo coherente.

Un día, a principios de verano, mientras desayunaba en casa, me vino la inspiración: Ponte flamenca. Ya lo tenía. A partir de ahí, se me ocurrió toda la campaña de otoño. Establecí un paralelismo entre el empoderamiento de la mujer y el baile y la actitud flamencas.

Cuando algo no te sale, cuando dudas, cuando te caes, cuando sufres, cuando tienes que empezar de nuevo, cuando peleas, cuando te enfrentas a algo que te asusta, cuando vences tus miedos. Ponte flamenca. Y escribí: “Levántate, siente, grita, golpea el suelo con tus zapatos, alza tus brazos, yergue tu cuerpo, da vueltas, hazte oír. Eres única. Eres poderosa. Este otoño, ponte flamenca. El antiguo Iriarte”.

¡Buah! Lo tenía. Ya lo veía en mi cabeza. Seguí ideando. Visualicé un vídeo. Música flamenca de fondo e imágenes de mujeres montando a caballo alternadas con mujeres bailando. Ropa de otoño, de la nueva colección, pero la actitud flamenca. Barbilla alta, hombros erguidos, mirada desafiante. Al vídeo le seguiría una campaña de fotografías de clientas con la misma filosofía, ropa de calle, actitud flamenca.

Me puse manos a la obra. Se lo conté a Ezequiel Sebastián Beltrán, diseñador gráfico propietario de Objetivo Drone. Como de costumbre, alabó mi idea y me ofreció su colaboración. Hablé con Luz Sol, fotógrafa y mi alma gemela, autora de las fotos de Mujeres Bellas y Flores Preciosas. Se sumó al proyecto. Le pedí a María, mi compañera de baile, que nos dejara grabar con Kalinor y Sinya, dos de sus caballos, y que me acompañara frente a la cámara con unos pasos flamencos. Accedió a lo primero y quedó en pensarse lo segundo, que, finalmente, rechazó. Les propuse a Bea, Clea y Lu ser las jóvenes amazonas. Clea no pudo por motivos laborales pero accedieron encantadas mis otras dos niñas. Y empecé a proponérselo a varias clientas. La mayoría aceptaron el proyecto con entusiasmo.

En total, nos hemos involucrado dieciséis mujeres reales en Ponte flamenca. Una vez más, me sorprendió el cariño, la ilusión, el entusiasmo, las ganas de colaborar, la generosidad y la entrega de tantas personas. Mil gracias, de corazón. No hay palabras.

Pero quedaba lo más difícil. Que mi escaso nivel de flamenco pasara la prueba para grabar el vídeo. Me sumergí en youtube a ver tutoriales. Bailaba en el portal, movía los brazos frente al espejo del baño, giraba mis muñecas mientras caminaba por la calle y escuchaba todo lo que caía en mis manos. Contacté con un amigo que preside la peña flamenca Enrique Morente, en Oviedo. Asistí a una charla sobre palos flamencos y, en Málaga, fui a un tablao con Nole, mi chico y otro de mis grandes baluartes en todo lo que se me pasa por la cabeza.

Quería ponerme flamenca costase lo que costase. Así fue como, por esos deliciosos caprichos del destino, estando un día en la tienda contándole a Martín, mi mentor de tango y un amigo exquisito, la experiencia que había tenido con La Truco, una chica que se probaba un vestido en el probador, escuchó nuestra conversación y nos pidió permiso para entrometerse. Se lo dimos encantados. Galatea, que así se llamaba, nos contó que vivía en Suiza y que llevaba muchos años bailando flamenco y que, curiosamente, una amiga suya que también vivía por aquellos lares pero cuya madre era asturiana, iba a dar un taller intensivo de bulerías en Gijón durante tres días en agosto. Se llamaba Covi Passantino y, nos aseguró, daba unas clases geniales para todos los niveles. Nos enseñó el cartel del taller y nos dio su contacto. Ese mismo día, le mandé un mail y la llamé.

¡Qué tía más maja! Me explicó que todo había surgido a raíz de un pequeño taller para sus amigas pero que se les había ido de las manos y que ya habían excedido el cupo. Quedó en ponerme en tercer lugar en la lista de espera. Le conté la idea de mi campaña y le pareció genial. También le dije que mi nivel era de principiante pero me animó. Siempre hay un comienzo.

La cosa quedó así. Sin embargo estaba destinado que yo entrara en ese taller. Dos días antes, me llamó y me dijo que el espacio era mayor del previsto y que, si seguía interesada, tenía plaza.

-¡Claro!- no lo dudé ni un segundo.

Fueron tres tardes, de ocho a diez de la noche. Covi resultó ser aún más salada que por teléfono. Una de esas personas con una energía inmensa, contagiosa, única. En el taller éramos muchas mujeres, una niña de 11 años (que no veáis cómo bailaba), un chaval de 17 (hijo de la dueña de la academia, un fenómeno) y el marido de una mujer con serios problemas de visión que, aún así, allí estaba dándolo todo. Qué grupo más guapo, qué integración y qué buen rollo. Había gente de todos los niveles empezando por el más básico, que era el mío. Pero en ningún momento me sentí desplazada, desatendida ni torpe. Era una más dejándome la piel y disfrutando con una profesora de escándalo. Mi primer desafío fue el compás. “Un, dos, Un, dos tres. Cuatro, cinco, seis. Siete, ocho, nueve, diez”. Y vuelta a empezar. Me pasé el resto del verano contando. Cuando caminaba por la calle, en el ascensor, en el portal, mientras fregaba la tienda, en la playa… “Un, dos. Un, dos, tres…” Covi nos instaba a grabarla al final de cada clase para que luego estudiáramos en casa y aprendiéramos los pasos. Yo estudiaba, los veía una y otra vez, trataba de repetirlos pero me resultaba realmente complicado. Se me escapaban muchos matices y no lograba encajar los pasos en el compás.

“Tranquila. Paciencia. Poco a poco”, me decía. El último día del taller vino Fran, un tocaor y cantaor con una arte del carajo, y se montó un fin de fiesta en el que todos teníamos que salir al centro del corro a ejecutar la pataita por bulerías que nos había enseñado Covi. Yo estaba aterrada. No me salía, aún no entendía el paso y menos sabía encajarlo con la música pero volví a ponerme flamenca y a decirme que nada tenía que perder. Aquello no era un examen y yo estaba entre muy buenas compañeras. Raquel, una mujer que bailaba muy bonito, me instó a salir al centro acompañando a otra chica a la que le salía muy bien, así sería mi guía. ¡Y lo hice! Seguramente fue la peor pataita por bulerías del mundo pero qué narices. Hasta Sara Baras tuvo una primera vez. Y luego me relajé y disfruté como una loca, di palmas, jaleé a mis compañeras e, incluso, me animé a volver a salir. Como dijo Covi durante aquellos días, esa actitud a ella le arranca un ole.

A la semana siguiente me fui de vacaciones durante tres días a un festival de danzas del mundo. Voy cada año desde hace ocho. Allí, otro regalo de amigo, Domingo, me ayudó a descuartizar la coreografía de Covi para volver a construirla en el compás y hacerla mía. Practicamos un par de tardes y luego yo seguí ensayando. Tenía que tenerla para principios de septiembre. Había un vídeo que grabar.

Cuando regresé me puse en contacto con Martín para que me dejara un espacio en su academia, La Bombonera, para ensayar, pero estaba de vacaciones. Sin embargo fue él quien a su regreso me proporcionó un tablón y un viejo espejo que coloqué en mi plaza de garaje para taconear sin molestar a nadie.

Hace una semana, Eze, Puri (su chica), Nole y yo nos fuimos muy temprano a la playa de Xagó para grabar las imágenes con drone y con cámara de tierra. El resultado ya lo conocéis y, sino, aquí lo podéis ver.

https://www.youtube.com/watch?v=b8gR8OH8Kvw

Así ha sido la historia de la gestación y el nacimiento de nuestra última campaña. Qué bonito es ilusionarse, vencer miedos, hacer frente y salir airosa por el simple hecho de hacer aquello que te gusta o que te viene a la cabeza. Soy una entusiasta de las ideas, de los proyectos, de lo que está por venir. Y para llevarlos a buen término, para enfrentar mis miedos y salir airosa, muchas veces me he puesto flamenca. Aunque cierto que sin los amigos que tengo, igual se me bajaban los humos. Gracias a todos y cada uno de los que habéis hecho posible esta campaña. Me siento muy orgullosa de todos vosotros.

Y vosotras, ya sabéis. Este otoño, y en la vida, poneros flamencas. Yo, por el momento, me he comprado unos zapatos nuevos y ayer empecé el curso.