Cartas de amor

 

No tenía intención este año de poner un escaparate especial para San Valentín. Me lo sugirió Vane hace una semana, incluso me dio una idea. Pero me daba una pereza del carajo. Eso de poner corazones a diestro y siniestro por todas las tiendas de la ciudad, como que no. Demasiado previsible y monótono. ¡Y cuidado! Que nosotras lo hemos hecho muchas veces. Quizás por eso. Este Día de los Enamorados, corazones no, le dije.

Y me fui a mi casa tan ancha. Pero mi mente es traicionera y por las noches confabula contra mí. Yo que quería un mes de febrero tranquilito, me vino un recuerdo a la cabeza y ahí se materializó. Fue como una aparición. La idea para nuestro escaparate de San Valentín cobró vida. Se llamaría Cartas de Amor.

 

 

No es más que eso. Un homenaje a una práctica que ha desaparecido absolutamente de nuestras vidas y que las nuevas generaciones no tienen ni idea de que va. Escribir cartas de amor. Recibirlas, leerlas, guardarlas, perfumarlas, releerlas, romperlas, incluso.

Como me gustan mucho las historias, y más las que nacen desde corazón, os voy a contar una que me parece preciosa para darle vida a este Día de los Enamorados. Habla de amor, pero de un amor que va más allá del romanticismo. Habla del amor por la vida.

Durante el confinamiento, por semanas alternas (cuando no me tocaba estar con mi hija), me iba a casa de mis padres para ayudar a mamá y a Vane a cuidar a papá. Ya os conté que fueron días muy duros. Al margen del encierro forzado, la incertidumbre, las muertes por Covid y la saturación de la Sanidad, nosotras nos enfrentamos a un cáncer brutal que nos iba robando a nuestro padre en cada suspiro. El deterioro, la enfermedad, la impotencia y la inmensa pena de perder a una de las personas que más amas en este mundo te sumen en una oscuridad y en una tristeza difícil de combatir. Sin embargo, al habitar en mi antiguo cuarto, rescaté recuerdos revolviendo en estantes y cajones que me iban llevando a tiempos felices y alegres y que me servían para afrontar la realidad tan dura que nos rodeaba. Y una noche de insomnio abrí una caja.

 

 

Contenía más de cuarenta cartas que me había enviado mi primer amor durante los casi cinco años que salimos. Estudiábamos juntos Periodismo en Bilbao y cada vez que nos separábamos, en vacaciones o en algún puente, nos echábamos tanto de menos que nos escribíamos largas misivas que enviábamos de forma urgente. Mamá, muy en su línea, siempre me decía: “¡Pero qué empalagosos sois! Si estáis hartos de veros”. Sin embargo, para mí, todo era poco. Lo amaba tantísimo. Papá no solía intervenir, excepto si en vez de papel y pluma enganchaba el teléfono y lo llamaba. Ahí me pegaba el toque pasado el tiempo que él estimada reglamentario. “¡¡Sandra!! Cuelga ya que lleváis media hora”, decía asomado a la puerta. Yo aún demoraba unos cuantos minutos más la despedida. Ya sabéis, aquello de cuelga tú, no tú.

 

Pues a lo que iba, que siempre pierdo el hilo. En el silencio de la noche, en mi vieja cama nido, releí aquella maravillosa correspondencia, más de 25 años después. No solo había cartas. Había cuentos, cintas de música, dibujos, postales, recortes de prensa, fotos… Me volví a enamorar. De nosotros, de los dos jóvenes que fuimos y que nos quisimos con esa pureza y esa verdad, de la vida, de las historias de amor, del ser humano, que es capaz de sentir y expresar sentimientos tan hermosos. En esas cartas de amor, del primero y el que te marca para toda la vida, encontré refugio y esperanza. Las palabras que me había dedicado tanto tiempo atrás me acunaron en esos momentos en los que en nada encontraba consuelo.

Necesitaba encontrar vida en la muerte y esas cartas me la dieron. Fueron mi antídoto.

Tras el confinamiento y el fallecimiento de papá, me llevé la caja a casa. Era una caja de cartón forrada con un papel que habíamos comprado juntos. Se veía vieja y descolorida y eso aún le confería más encanto. En su interior no podía caber más amor.

Hasta aquí la historia que os quería contar. No os he desvelado el nombre de su protagonista, ni la ciudad donde vivía. Siempre fue una persona discreta que se sentía feliz pasando desapercibido, por eso he querido respetar su privacidad.

Sí he hecho uso de sus cartas para montar el escaparate de San Valentín. He colocado una entre las manos de nuestra maniquí, queriendo emular ese mágico momento en el que abres el sobre, cuando buscas la soledad y un lugar tranquilo para disfrutar de las palabras de amor que encierra. Vane ha construido un buzón fantástico, tipo americano, donde depositar el resto de la correspondencia y tras la escena, como telón de fondo, he escrito y ampliado una carta ficticia que bien podría haber sido cualquiera de las que guardo en mi caja o alguna que algún joven le escribiera, loquito de amor, a su amiga más querida.

 

 

Cartas de amor. La ansiedad que sufres en la espera, la ilusión al acudir cada mañana al buzón a ver si ha llegado, el cosquilleo en el estómago cuando por fin la recibes y reconoces la letra de la persona que amas en el sobre y el ímpetu al abrirla o, al contrario, la contención al guardarla en el bolsillo a la espera del momento perfecto para leerla. Cartas que luego llevas contigo durante días, que relees una vez y otra, que acabas sabiendo casi de memoria. Que contestas con premura, rebuscando en tu interior tus sentimientos más hermosos, y corres al buzón para que le llegue pronto y así tú vuelvas a recibir otro caramelo que degustarás con un deleite que no tiene igual.

Cartas de amor. ¿Quién no sonríe para sí al recordarlas? ¿Hace cuando que no escribís una? Coged papel y boli, hoy puede ser ese día.