Audiencia en palacio

Juan Uría y su mujer, Cristina Gervilla, nos han abierto las puertas del Palacio Cardenal Cienfuegos, en Agüerina (Belmonte de Miranda), para presentar nuestras colecciones de otoño. Una construcción nobiliaria de mediados del siglo XVII, declarada Bien de Interés Cultural, que han heredado de su familia y que ahora alquilan para preservarla.

 

Cuando estamos cambiando los escaparates y tenemos la tienda desordenada y caótica, la gente entra encantada no sé por qué misterio de la naturaleza. Y si entran dos, entran tres y entran cuatro, porque gente llama a gente. Sucede lo mismo cuando estás en una ciudad muy limpia o en una casa inmaculada. Ni se te ocurre tirar un papel al suelo. La limpieza pide limpieza. Pues a raíz de que @albarueda, una buena amiga de mis tiempos de periodista, nos ofreciera su finca de León y a todos su animales (caballos, ovejas, perros e, incluso, un águila) para hacer una sesión de fotos de El antiguo Iriarte, otra amiga de toda la vida del barrio y muy buena clienta, Cristina Gervilla, nos ofreció el palacio que la familia de su marido, Juan Uría, ha heredado de su padre y que ahora alquilan por días para reinvertir el dinero del hospedaje en su mantenimiento.

Andaba yo limpiando los cristales de los escaparates, allá por finales de agosto, cuando Cris apareció por la calle Magdalena y me hizo la sugerencia. Ante mi estupefacción y entusiasmo, me preguntó:

-¿No sabías que la familia de Juan tenía el Palacio del Cardenal Cienfuegos?

-No tenía ni idea. Sabía que el @palaciocardenalcienfuegos nos seguía en Instagram pero no sabía quién estaba detrás-, le contesté con sinceridad.

¡Vaya empanada que arrastro! Muy propio de mí. El caso es que accedí encantada, ¿Cómo iba a rechazar tal oferta? Y más con los problemas de operatividad que tenemos a veces. Cambiarse en la calle, en el coche o en una caleya (que es donde nos cambiamos cuando salimos al campo o a la playa a hacer fotos) no es lo más cómodo del mundo. Y que pongan un palacio a tus pies y que encima te lo ofrezcan (y no tenga que andar yo pidiendo permisos y audiencia, que es lo que hago otras tantas veces), ¿Qué queréis que os diga? Casi como a Cris a besos.

Más tarde, contándoselo a mamá y a Vane, que estaban de vacaciones en Vidiago, me emocionaba y todo. Que Cris y Juan (al igual que Alba y Álvaro o María, otra buena amiga que nos abrió hace años su finca, o Laina, de otro palacio, en este caso el de Meres) piensen en nuestra tienda, en nuestras fotos, en nuestro trabajo y, en definitiva, en nosotras para dejarnos campar a nuestro aire por un escenario tan maravilloso, que muestren esa confianza, es empatía y ese cariño, me parece un gesto tan hermoso, tan generoso y tan humano que no puedo más que emocionarme y sentirme muy muy feliz. Dedico muchas horas a escribir, a publicar en las redes sociales, a hacer fotos, a contestar vuestros comentarios y a pelear por la tienda que, al igual que hizo el historiador Juan Uría Maqua con sus hijos, dejándoles el Palacio del Cardenal Cienfuegos, ha sido la herencia que nos ha dejado mi padre, Juan Manuel Solís Santiago. Por eso, acordé con Cris posponer la sesión para septiembre, cuando llegaran más colecciones, feliz como una perdiz.

 

 

Llegó el momento. El pasado domingo, cargamos el coche con un saco de Lauren Vidal y dos bolsas de bolsos y billeteros de BIBA, y allá que nos fuímos mamá, Vane, Charlie (su marido), Frida (su scottish terrier), Pablo (mi chico) y Alberto (un amigo de Pablo que había venido a casa a pasar el fin de semana). «Puede venir quien quiera, no hay problema de espacio», nos había dicho Cris.

El día no podía ser más espectacular. Un sol radiante y quizás demasiado calor, pero las paredes de palacio nos iban a dar el fresco necesario para posar con lanas y abrigos. La carretera, hacia Grado y después Pola de Somiedo, ya auguraba una jornada perfecta. El paisaje nos iba llevando, cada vez más hermoso, hacia la noble casa donde nació el Cardenal Álvaro Cienfuegos, quien por dos veces tuvo votos a Papa, un 27 de febrero de 1657.

A las 11:30 ya estábamos frente a la construcción nobiliaria. Está situada en el pueblo de Agüerina, pasado Belmonte de Miranda y en dirección a Pola de Somiedo. Te la encuentras en la misma carretera, donde se asoma la cara norte del Palacio, que consta de la fachada, la puerta con un picaporte en forma de mano femenina (» la casa tuvo propietarias mujeres, de ahí este detalle», matiza Juan) sobre la que luce el escudo de armas de la familia Cienfuegos y la pequeña capilla, que tiene incluso coro, y alberga dos tumbas, la de Salvador Pujó, un francés que se casó con la dueña de la casa y tan enamorado vivió del lugar que allí quiso ser enterrado, y la de la madre de éste.

Juan, que tiene otros cinco hermanos, es el encargado de guardar el palacio y de atender otras dos casas rurales que tiene la familia un poco más arriba: @elmolinodevaldelagua y La Fabriquina. Es un hombre de hablar tranquilo pero apasionado. Cada una de sus palabras denotan un amor incondicional por el lugar. Imposible reproducir todo lo que nos contó, demasiada información, pero sé que me pasaría horas escuchándolo. Para él, esta construcción noble no es el Palacio del Cardenal, es la casa de Agüerina, donde pasó con sus hermanos todos los veranos desde su infancia y donde sus propios hijos y sus sobrinos disfrutan al máximo. Es un lugar de recuerdos, de tiempos felices, de baños en el río Pigüeña, un afluente del Narcea que discurre por la finca de la casona, en el lado sur, de paellas en el jardín y de atardeceres en la galería de Poniente. Un lugar que su padre, fallecido hace diez años, adoraba y que ya en su día había insinuado, sin saber que sus hijos lo harían en el futuro, que el Palacio sería un lugar idóneo para el turismo rural, para dar a conocer este patrimonio y su historia y para mantener un edificio que requiere de muchos cuidados.

Frente a la entrada, nos llamaron a todos la atención las hortensias más grandes que jamás hubiéramos visto. «Son enormes, ¿verdad? Ya estaban aquí y eran así de grandes cuando mi padre heredó. Las hortensias piden norte, será por eso. Esto es norte, norte», nos explicó Juan.

 

Pasamos al interior del edificio. En el zaguán, maravilloso, reposan dos grandes arcones y del recibidor parten, hacia la derecha, unas imponentes escaleras que conducen al corredor. Juan nos llevó de frente, hacia el patio central. «Alrededor de este patio hay varias estancias que conservan el nombre del cometido que tenían en la época: granero, bodega, caballerizas y gabinete». Las tienen cerradas al turismo, a excepción de una sala en la que han puesto una mesa de ping pong y algunos juegos para que sus hijos y sus sobrinos se diviertan los fines de semana. Porque si algo tiene el Palacio del Cardenal Cienfuegos es vida, una casa para disfrutar y habitar. Al final del patio, una puerta de doble hoja sale hacia la finca trasera de la casa, orientada al sur y en cuya fachada trepa una parra centenaria. «No parece, viendo el palacio desde la carretera, que vaya a haber todo este terreno detrás, ¿verdad?», piensa Juan en alto. Es increíble cómo disfruta y con el orgullo que habla de este palacio.

Tras explicarnos que tuvieron que poner una malla en lo alto del patio para evitar que las golondrinas arruinaran la madera de la barandilla del corredor y la piedra, accedimos al piso de arriba por unas escaleras maravillosas. Desde un corredor luminoso y acogedor, continuamos hacia el salón de la casa, orientado al sur, y con vistas a la finca y al río. Preside la estancia el retrato del cardenal, un hombre de tez morena y semblante serio. Frente a este, otro cuadro con el retrato de un familiar de Álvaro Cienfuegos, quien fuera Abad de Teverga. Suelo de castaño, bancos de nogal y cerezo, grandes arcones, muebles de caoba y cómodas con retratos de la familia de Juan. El salón es luminoso y acogedor, pese al tamaño. Otro cuadro reproduce el árbol genealógico de la familia. Reza un Solís. «¡Meca! ¡Como nosotras! Igual somos familia, Juan!», grita mi hermana entusiasmada. «¿Quién sabe?», dice nuestro anfitrión. «No creo, nuestro Solís viene de la zona de Carreño», digo. Juan nos cuenta que igual hay 30 generaciones entre el cardenal y ellos. «Muchos años», ríe.

 

Proseguimos la visita por los laterales del salón. A ambos lados, dos dormitorios. A cada cual más bonito. Uno de ellos, tiene chimenea. Ambos, palanganas y orinal. «Es que la zona de baños queda al otro lado del corredor. Un poco lejos para acudir en mitad de la noche», ríe Juan. La casa es como un laberinto, todas las estancias se comunican. Yo enseguida me sitúo, tengo facilidad para orientarme, pero Vane y mamá empiezan a liarse. El dormitorio de la izquierda del salón se asoma la galería de Naciente, un lugar mágico decorado con sillones de mimbre y un pequeño escritorio a un extremo. Yo, que tiendo a soñar despierta, ya me imaginaba en ese lugar una mañana, contemplando el amanecer y escribiendo unas líneas sobre ese pupitre mientras divisaba el río.

 

Juan nos vuelve a llevar al corredor para acceder a la cocina y a la zona de baños. «Ya verás, la cocina te va a encantar», me adelanta. Tiene toda la razón. Me cuesta cerrar la boca al entrar. Un estancia enorme, con arcones, chimenea central, una encimera interminable y dos mesas, una alargada muy grande, y otra más pequeña en un rincón. Los utensilios guardados en alacenas de obra cerradas con cortinas, algunas ollas de cobre colgadas en ganchos y jarras, especieros, platillos y tazas colocados por doquier. Un paraíso. El suelo, las paredes, los detalles… Me vuelvo loca y Juan, feliz. Adora esta casa, me explica Cris, y lleva mal cuando la gente no se entusiasma ni valora lo que está viendo. Lo entiendo, le digo a mi amiga. Yo que tiendo al entusiasmo y a la ilusión y que creo que la belleza y la sensibilidad son vitales para respirar, me imagino la decepción cuando le enseñas a alguien esta maravilla y se muestra impasible. Pero ese día no fue el caso. Estábamos todos entusiasmados. En la zona de baños, donde hay tres aseos seguidos (aquí todo es a lo grande), Juan nos llama la atención sobre el suelo de baldosas hidráulicas. «Estas son las auténticas, no las que hay ahora. Nos dijo un entendido que son así de gruesas», indica abriendo el índice y el pulgar, «y que si las lijas, el dibujo sigue intacto hasta el final».

 

Junto a la cocina, más dormitorios, todos comunicados entre ellos. «Esto está muy bien para venir con niños. Aquí duermen todos juntos», apunta Cris. Salimos de nuevo al corredor, a través de un pequeño hall que alberga un piano, y accedemos, a través de una puerta que hay justo al terminar la escalera, a otra zona de habitaciones, dos para ser exactos. Todas tienen camas enormes y en una el armario es tan alto que las perchas tienen alargador para llegar a la barra donde se cuelga la ropa. Estas dos habitaciones más las tres que partían de la cocina van a dar a otra galería, la de Poniente, en el extremo oeste de la casa, que tiene unas escaleras que comunican con el jardín. Más lugares mágicos y maravillosos que nos arrancan exclamaciones y halagos. Si la galería de Naciente me invitaba a la escritura y a una taza humeante de café mientras aguardaba la salida del sol, en ésta me imaginaba leyendo, a última hora de la tarde, esperando el ocaso. Cómo juega la luz con las estancias de una casa siempre me ha maravillado y creo que alquilaría este Palacio solo para ser testigo de ese juego. Correr de una estancia a otra, por suelos centenarios, siendo testigo del nacimiento y la muerte de un día.

En el jardín, la familia de Juan ha acondicionado una gran parrilla y ha colocado una mesa enorme, de familia numerosa, en un alto y bajo techo, para celebrar esas comidas donde primos, hermanos, tíos, padres y esposos celebran la vida. «Es como un txoko», dice Juan en honor a los dos vascos presentes en la visita, Pablo y Alberto.

 

 

Terminamos la excursión en el río. «Aquí, que como veis está más fresco, tomamos el aperitivo y nos damos un baño. Después, ya nos vamos al jardín por la tarde, que es cuando allí da el sol», dice Cris.

La visita, tras un vistazo a la capilla, con su arco de crucería, su coro, la tumba del francés y hasta un armario con hábitos eclesiásticos, ha llegado a su fin y toca trabajar.

 

 

Hace un calor tremendo. Los chicos se ponen el bañador y se van directos al río. Mamá, Vane y yo nos acomodamos en una de las habitaciones y empezamos el desfile. Recorremos la casa de una punta a otra. Mamá y Vane se pierden de vez en cuando. «¡Sandra! ¿Dónde estás? Escucho de tanto en tanto (yo ando como loca haciendo fotos, captando detalles). «¡Aquí! ¡En la cocina! ¡Salir al corredor y a la izquierda!», les indico a gritos. Juan y Cris nos dejan campar sin presiones y se acomodan bajo un árbol, en el río, y sacan sidra de casa. Si queréis ver el resultado completo de nuestra sesión, buscad «Ropa» en el menú e id a Lauren Vidal. Aunque aquí os adelantamos algunas tomas.

 

 

 

El día no pudo ser más bonito y nosotros no imaginamos mejores anfitriones. El Palacio del Cardenal Cienfuegos se alquila por días (un mínimo de cinco) y cuenta con espacio para 16 personas. Todo el dinero que se saca con su explotación como turismo rural se reinvierte en su conservación. Esta es la manera de preservar el patrimonio y los recuerdos. Si os apetece hospedaros en un lugar tan mágico, poneros en contacto con Juan. Os aseguro que será una experiencia inolvidable. «Eres un hombre afortunado. Pasar aquí tanto tiempo y encargarte de la custodia de este paraíso me parece envidiable. Yo sería feliz aquí», le confesé a nuestro anfitrión. «Lo sé. Soy consciente», admitió con una sonrisa y esa mirada orgullosa hacia el legado que su padre les ha dejado y que él tanto amó.